domingo, 2 de agosto de 2009

La psicología de Kung Pao



- ¿En qué me quedé?

- En que mataste a Faride.

- ¿En serio dije eso?

- En serio.


- ¿A la vecina o a la puta de Manríquez?


- A ver, tú dime…


(Me caga quedarme dormido. Me cagan los psicólogos. Bueno, no: me caga mi psicóloga. Ese retórico arte de romper las pelotas a fuerza de preguntar cosas cuya respuesta uno no tiene. Un judicial disfrazado de médico que le tiene miedo a la sangre. Nota mental: Manríquez es un psicólogo frustrado. O un policía que va al psicólogo. O Faride es psicóloga… ¿Quién sabe? Con lo difícil que está encontrar chamba…)


- En realidad no sé si la vecina se llama Faride. La puta de Manríquez sí, pero yo le puse ese nombre. Y es falso. Ya sabes: las teiboleras son la versión moderna de los espías internacionales, usan alias y son las únicas capaces de sacarte cualquier cosa, aunque la traigas debajo de los chones. Pero bueno, la vecina. Sólo sé que vive en el edificio de enfrente. Bueno, vivía. Y usaba minifalda, a veces. Nunca llegaba en coche, ni acompañada. Por eso me gusta. O gustaba. Salía varias veces al día y el mundo se detenía. Yo me pongo poético. O me ponía. Ya sabes, “verla es como una parábola china”, yo pensaba cosas así. “Kung Pao habla con el dragón, pas, Kung Pao se convierte en el dragón, ¡tómala!, Kung Pao se devora la cola”. Así. Ella era simple, directa, sutil y colosal a la vez. “La vecina sale del edificio y toma un taxi. El mundo se disuelve a su alrededor, la calle se detiene. Tiempo muerto. Luego la vecina regresa y ordena el mundo, las ventanas se abren al unísono, un perro ladra, un farol se enciende de improviso y se alcanza a escuchar a una mujer gritando de placer si se le presta atención a la forma de la luna”. Cosas así. Prosa oriental transmitida desde la Cuauhtémoc.


- Te gustaba mucho esa vecina, Manuel.


(Tanto como me puede gustar una mujer gritando de placer, pendeja. Tú dirás)


- Sí.


- ¿Alguna vez le hablaste?

- Una sola vez. Bajé a comprar cigarros y algo de comer con los chinos. Me la crucé saliendo de la tiendita. Yo iba hecho un tendedero: traía unos pants sucios, la playera con la que había dormido, chanclas y una gorra que me encontré en el clóset. Me enteré que la gorra era de los Bulls de Chicago cuando se me cayó en la calle. Había mucho viento, ¿sabes? Se me voló de la cabeza saliendo de la tiendita y me agaché a recogerla. Me dio un poco de risa que fuera de los Bulls. Eso debe llevar por lo menos quince años en el clóset, así que me dio, ¿cómo te diré? Ternurita. No tengo idea cómo apareció en mi clóset; yo ni siquiera soy fan de los Bulls. Alguna ex novia… En fin. Cuando levanté la mirada, estaba ella caminando hacia a mí. Y ya sabes cómo son estas cosas. “En el vendabal era modelo de revista, el pelo ondeando frente al atardecer. Jeans pegaditos, escote discreto, chamarrita color camello, paso como el del dragón que cruza el cenit”. Y te juro que me sonrió. No sé si fue mi imaginación. Luego me vio la cabeza, me tocó la gorra y me dijo: “¡Arriba los Bulls!”. Con familiaridad, ¿sabes? “Como si ya hubiéramos estado desnudos, hablando de básquet”. Entró a su edificio. Podría jurar que me guiñó el ojo. Me quedé helado, como adolescente en cortejo, vestido como adolescente y parado como adolescente. Y entonces respondí: “¿Te gusta el básquet?”, muy bajito, como si la tuviera en frente, pegadita a mí, a punto de besarnos. Pero había pasado mucho tiempo: seguramente ella ya estaba viendo la tele, o desnudándose, o masturbándose. Yo qué sé.

- ¿Qué pediste en los chinos?


- Chop suey. Lo de siempre.


- ¿Todavía te metías cosas?

- No. Estaba en rehabilitación. Tampoco me habían recetado nada todavía, estaba completamente limpio.

- Es que me suena a una de tus alucinaciones…



(¡Manuel García no alucina, zorra! ¿Qué no estás oyendo? ¡Te estoy contando una historia de amor! Por eso no confío en los psicólogos. El amor es una alucinación para ellos…)


- … ¿En serio?

- Bueno, es que, además, cuando despertaste te pregunté por la muerte de Faride. Me refería a la de tu novela. No sabía que había una vecina. En seis meses de terapia nunca hablaste de ella. ¿No la estás alucinando?


- Ya ni sé. La mataron el mismo día en que empecé a escribir la novela. O se mató: se cayó de la ventana de su departamento. Pero te juro que las patrullas han sido reales, y las líneas de gis. En todo caso, desde entonces no la he vuelto a ver. Si es una alucinación, ya estoy curado.

- ¿Seguro? ¿Cómo sabes que nada de eso es una alucinación? La vecina, tu novela, los policías, el chop suey… Es decir, fuiste adicto mucho tiempo…

- Eso dicen, sí…

- Y luego la medicina de la narcolepsia… Es más, ¿cómo sabes que yo no soy una alucinación?


(Todo se va a negro. Abro los ojos y el departamento está como siempre, el chop suey frío en su cajita, es alta madrugada y yo no recuerdo cómo terminó la sesión, ni cómo llegué yo al departamento, ni el nombre completo de la psicóloga que me ha dado terapia desde hace más de seis meses. El dragón habla de básquet y cruza, desnudo, el ocaso del chop suey. Odio a los psicólogos.)

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