miércoles, 26 de agosto de 2009

El nombre

Como cada sábado, cogiste el primer ejemplar de novedad en la librería de la esquina. Murakami. After Dark. Por alguna razón que siempre dijiste desconocer, las cosas orientales te atraen como si fueras una mosca tratando de entrar a una lámpara de Cantoya, como si ahí dentro las cosas se vieran con mayor claridad. Luego te cruzaste a comprar cigarros, una cajita con pollo agridulce, y te sentaste en la banca de siempre a leer y comer y fumar y, ocasionalmente, a soltar la mirada del libro para observar mariposas. Cosa curiosa: las mariposas sólo parecen volar para ti. Así se te pasó la tarde. Caminaste dos cuadras, subiste tres pisos y te quedaste cuatro horas. Como cada sábado. 

Mientras te vestías, parecías pensar en cualquier cosa. No me quedo, ya sabes, tengo que hacer esa cosa que hago todos los fines de semana, no, prefiero dejarlo así, gracias. ¿Qué escribes esta vez? Mariposas, obviamente. Como siempre. Mientras hablabas de tu novela, tu silueta se recortaba de la cortina, se plegaba y se guardaba en el clóset. Son historias separadas, que se unen sólo porque la misma mariposa está presente siempre; duran, digamos, un aleteo. Y entonces tu risa explotó y salpicó todo el cuarto, se desbordó sobre la cama e inundó toda la ciudad. También la primera vez había mariposas. Era lógico: era Michoacán y era marzo. Tú te perdías detrás de ellas. Tus cabellos rojizos se hacían alados, tus pecas se ponían negras; era como si tu cuerpo comenzara a llover sobre el mundo. Luego descubriste que vivías en el edificio de enfrente y visitaste de vez en cuando, sin decir qué hacías, sin hacer citas ni poner agenda. Nada de hijos, nada de viajes en común. Si hay otro encuentro, en Chiapas o en Johannesburgo, será cosa del destino, decías. La mariposa representa el destino. Quienes la encuentran resuelven de pronto su historia. ¿Qué no se hizo eso ya en una película? Puede ser; y entonces sonreíste en blanco y negro dijiste que tu novela era más positiva. Además sucede todo en una ciudad china que se llama Chiang Tzu. 

Después de Morelia pasaron cuatro sábados antes de que te desnudaras por completo. ¿Prefieres Pekín o París? París. La semana siguiente apareciste con llavero nuevo. Nunca se vieron fuera. Nunca bebieron café, nunca se dieron la mano. Creo que hubo un beso apenas, por casualidad, ese día, cuando te despediste tarde. 

¿Me recordarás mañana? Seguro, te recuerdo siempre. No te creo. Son estas malditas medicinas, es el alcohol, pero aunque sea entre sueños, te recuerdo siempre. ¿Cómo sabes qué éste no es el sueño? Es demasiado real. Entonces seguramente es el sueño. Déjame algo para saber que no. Y entonces dejaste una gorra. Y un beso. Adiós, Lucio. Desapareciste tras la puerta y tus pasos se perdieron haciendo eco, como un zumbido, como un enjambre ensordecido. Y no volvió a verte nunca. 

En ese momento pensé que eran las pastillas, pero ahora estoy seguro de haberlo escuchado: Lucio. Lucio. El nombre no era Lucio, estoy seguro. Qué difícil es trazarte, Faride. Seguramente el mayor reto de la novela. De la otra novela, la que no lleva tus mariposas puestas. Tú no debías decir ese nombre: tu historia se me viene a la cabeza como quien recuerda un sueño poco a poco, como quien avispa insectos voladores tratando de ver el cielo. ¿Cuál es el otro nombre que revolotea en tu cabeza?

domingo, 16 de agosto de 2009

Mariposas en el buró

tiltshift

Sentado en su escritorio las imágenes le asaltaban intermitentes: un cuello cercenado, hilos de sangre pudriéndose rápidamente entre las coyunturas de la piel, él acariciando esos delgados muslos cubiertos por una fina capa de vello dorado; el horror se mezclaba con la excitación, las nauseas con las erecciones; Manriquez estaba siendo algo que no había sido antes, entonces fijó su mirada en la bolsa de celofán que tenía una etiqueta colocada ahí por alguien que momentos antes había manipulado sangre: EVIDENCIA 1. Ese hilo plateado le parecía familiar, pero las imágenes en su cabeza no le permitían pensar. Vio su nombre en el expediente, él no lo conocía, sabía que su nombre no era Faride -Solo las putas, los narcos y los escritores tienen motivos para no ser quienes realmente son- solía decir, y de esos tres las putas eran las mas recias a dar su verdadera identidad, ella nunca se lo dijo y a él, hasta esa noche, no le había importado. Pero ahora sentía que la conocía del todo, quizá por eso nunca quiso insistir en su nombre, porque “no puedes sentir algo real por alguien a quien no conoces”, además a él el abandono de su esposa, su fracaso en el caso mas fácil de la historia de la policía y el alcohol le daban excelentes motivos para afirmar que estaba confundiendo sexo con otra cosa.

Manriquez salió esa noche con sus imágenes dentro de los ojos y con una fotografía de la bolsa de la evidencia para hacer memoria mas tarde, trato de recordar como fue la última vez que se vieron y decidió ir al apartamento de ella: su rostro reflejaba el azul y el verde del anuncio luminoso de ese restaurant que daba justamente frente a la puerta del triste edificio donde Lucio dejaba a Faride esas noches en las que trataba de rellenar las hendiduras que le habían dejado los años con el grasoso sabor del labial barato, –Concéntrate wey- decía mientras se quitaba ese sabor del paladar, repasó la última conversación que tuvieron allá arriba en el tercer piso del roído edificio:


-¿Tienes un novio escritor?-


-No es mi novio, es mi terapia, es solo una de tantas historias que se supone me ayudaran a sobrellevar las mamadas que tiene mi vida-


-Ah entonces tu eres la escritora, (puta, escritora, que sigue ¿dealer?) mira! eres una cajita llena de sorpresas-


-No mames Lucio, si vas a chismear en mis cosas para sacar tu pinche ironía pendeja mejor déjalas así-


-No te enojes mamacita, no puedo evitar ser pendejo a veces, así me traes, que le vamos a hacer-


Miró su cuerpo cansado recostado en la cama mientras el neón pintaba esas largas piernas de terciopelo con tonos azules y verdes, y le salto encima. Lucio pasó los minutos sumergido en ese recuerdo de nuevo con excitación pero ahora también con algo de nostalgia. Lo despertó abruptamente un ruido aparatoso, venia del departamento de enfrente, se levanto de inmediato y corrió a la ventana desde donde alcanzó a ver a un tipo que se debatía entre soltar su guitarra o pelearse a una mano con el amplificador que vomitaba esos ruidos infernales; recordaba perfectamente a ese vecino porque Faride lo había tomado como protagonista de uno de sus tantos intentos de novela-sacatraumas. Fue de nuevo al buró a buscar ese texto, según recordaba le había parecido una mariconada desde el mismo título, -algo sobre una mariposa- dijo apretando los ojos para recordar, entonces volvió a la ventana con la firme idea de que algo ahí afuera, además del vecino, también se relacionaba con lo que estaba buscando, bajó la mirada hasta ese pequeño restaurant de chinos: –¡La mariposa de Chuang Tzu!– recordó.

domingo, 2 de agosto de 2009

La psicología de Kung Pao



- ¿En qué me quedé?

- En que mataste a Faride.

- ¿En serio dije eso?

- En serio.


- ¿A la vecina o a la puta de Manríquez?


- A ver, tú dime…


(Me caga quedarme dormido. Me cagan los psicólogos. Bueno, no: me caga mi psicóloga. Ese retórico arte de romper las pelotas a fuerza de preguntar cosas cuya respuesta uno no tiene. Un judicial disfrazado de médico que le tiene miedo a la sangre. Nota mental: Manríquez es un psicólogo frustrado. O un policía que va al psicólogo. O Faride es psicóloga… ¿Quién sabe? Con lo difícil que está encontrar chamba…)


- En realidad no sé si la vecina se llama Faride. La puta de Manríquez sí, pero yo le puse ese nombre. Y es falso. Ya sabes: las teiboleras son la versión moderna de los espías internacionales, usan alias y son las únicas capaces de sacarte cualquier cosa, aunque la traigas debajo de los chones. Pero bueno, la vecina. Sólo sé que vive en el edificio de enfrente. Bueno, vivía. Y usaba minifalda, a veces. Nunca llegaba en coche, ni acompañada. Por eso me gusta. O gustaba. Salía varias veces al día y el mundo se detenía. Yo me pongo poético. O me ponía. Ya sabes, “verla es como una parábola china”, yo pensaba cosas así. “Kung Pao habla con el dragón, pas, Kung Pao se convierte en el dragón, ¡tómala!, Kung Pao se devora la cola”. Así. Ella era simple, directa, sutil y colosal a la vez. “La vecina sale del edificio y toma un taxi. El mundo se disuelve a su alrededor, la calle se detiene. Tiempo muerto. Luego la vecina regresa y ordena el mundo, las ventanas se abren al unísono, un perro ladra, un farol se enciende de improviso y se alcanza a escuchar a una mujer gritando de placer si se le presta atención a la forma de la luna”. Cosas así. Prosa oriental transmitida desde la Cuauhtémoc.


- Te gustaba mucho esa vecina, Manuel.


(Tanto como me puede gustar una mujer gritando de placer, pendeja. Tú dirás)


- Sí.


- ¿Alguna vez le hablaste?

- Una sola vez. Bajé a comprar cigarros y algo de comer con los chinos. Me la crucé saliendo de la tiendita. Yo iba hecho un tendedero: traía unos pants sucios, la playera con la que había dormido, chanclas y una gorra que me encontré en el clóset. Me enteré que la gorra era de los Bulls de Chicago cuando se me cayó en la calle. Había mucho viento, ¿sabes? Se me voló de la cabeza saliendo de la tiendita y me agaché a recogerla. Me dio un poco de risa que fuera de los Bulls. Eso debe llevar por lo menos quince años en el clóset, así que me dio, ¿cómo te diré? Ternurita. No tengo idea cómo apareció en mi clóset; yo ni siquiera soy fan de los Bulls. Alguna ex novia… En fin. Cuando levanté la mirada, estaba ella caminando hacia a mí. Y ya sabes cómo son estas cosas. “En el vendabal era modelo de revista, el pelo ondeando frente al atardecer. Jeans pegaditos, escote discreto, chamarrita color camello, paso como el del dragón que cruza el cenit”. Y te juro que me sonrió. No sé si fue mi imaginación. Luego me vio la cabeza, me tocó la gorra y me dijo: “¡Arriba los Bulls!”. Con familiaridad, ¿sabes? “Como si ya hubiéramos estado desnudos, hablando de básquet”. Entró a su edificio. Podría jurar que me guiñó el ojo. Me quedé helado, como adolescente en cortejo, vestido como adolescente y parado como adolescente. Y entonces respondí: “¿Te gusta el básquet?”, muy bajito, como si la tuviera en frente, pegadita a mí, a punto de besarnos. Pero había pasado mucho tiempo: seguramente ella ya estaba viendo la tele, o desnudándose, o masturbándose. Yo qué sé.

- ¿Qué pediste en los chinos?


- Chop suey. Lo de siempre.


- ¿Todavía te metías cosas?

- No. Estaba en rehabilitación. Tampoco me habían recetado nada todavía, estaba completamente limpio.

- Es que me suena a una de tus alucinaciones…



(¡Manuel García no alucina, zorra! ¿Qué no estás oyendo? ¡Te estoy contando una historia de amor! Por eso no confío en los psicólogos. El amor es una alucinación para ellos…)


- … ¿En serio?

- Bueno, es que, además, cuando despertaste te pregunté por la muerte de Faride. Me refería a la de tu novela. No sabía que había una vecina. En seis meses de terapia nunca hablaste de ella. ¿No la estás alucinando?


- Ya ni sé. La mataron el mismo día en que empecé a escribir la novela. O se mató: se cayó de la ventana de su departamento. Pero te juro que las patrullas han sido reales, y las líneas de gis. En todo caso, desde entonces no la he vuelto a ver. Si es una alucinación, ya estoy curado.

- ¿Seguro? ¿Cómo sabes que nada de eso es una alucinación? La vecina, tu novela, los policías, el chop suey… Es decir, fuiste adicto mucho tiempo…

- Eso dicen, sí…

- Y luego la medicina de la narcolepsia… Es más, ¿cómo sabes que yo no soy una alucinación?


(Todo se va a negro. Abro los ojos y el departamento está como siempre, el chop suey frío en su cajita, es alta madrugada y yo no recuerdo cómo terminó la sesión, ni cómo llegué yo al departamento, ni el nombre completo de la psicóloga que me ha dado terapia desde hace más de seis meses. El dragón habla de básquet y cruza, desnudo, el ocaso del chop suey. Odio a los psicólogos.)