domingo, 19 de julio de 2009

Chop suey para el alma


¡¡¡RING!!! “… su legado familiar. Nuestro equipo de investigadores, historiadores y genetistas está a sus órdenes. Con una llamada puede descubrir…” ¡¡¡RING!!! “… valioso escudo de armas con su apellido, una completa revisión de la historia de su familia y un detallado árbol genealógico.” ¡¡¡RING!!! “… ¡está a una llamada de tener el poder de la historia en sus manos!” ¡¡¡RING!!!

El timbre me despierta exactamente a las 12 de la noche. El sueño Alpha es una quinceañera recién desvirgada: no te suelta, a pesar de las premuras, y es capaz de inventar toda clase de historias ridículas con la única finalidad de tenerte en su cama para siempre. Por ejemplo, estar recién despierto me hace pensar cosas como ésta, cosas que parecen una novela segura, que escribiría de inmediato de no ser porque las olvido casi siempre, o porque, en caso de recordarlas, me percato de su estupidez al instante. Tardo todavía dos timbrazos en recuperar el aliento; alcanzo a recordar que soñé con Faride. El departamento es idético a sí mismo, en penumbras: mi sillón percudido, que fue gris hace algunos buenos recuerdos; las paredes hacinadas de humedad, retocadas en ciertos rincones por cuenta de mi arrendador (que, estoy seguro, es usurero o drag queen por las noches); el espacio vacío, las sombras que se debaten el espacio con la luz del infomercial nuestro de cada noche. Un anciano vende escudos de armas y árboles genealógicos en la tele. ¿Te cae que uno puede encontrarse con su pasado en la media noche de cable? Te amo, señal satelital. Y que se mueran todos los psicólogos del mundo.

Consigo levantarme del sillón. ¿Cuánto tiempo he dormido, dos horas o quince minutos? El timbre suena de nuevo. Mi mano se acerca vertiginosamente a mi cabello, en donde parece haber transcurrido una guerra de milenios. Ahora el timbre se convierte en golpes macizos en la puerta del departamento. Retumban. Deforman la noche. A cada golpe va desapareciendo un pedazo de la estancia. Mi primer impulso es ser el buen vecino: abrir la puerta, tender una tacita de azúcar. El sueño Alpha cede a una primera conciencia, como el primer fuego del hombre peludo y sin lenguaje que somos todos desde el día uno de la historia universal. Primera luz de conciencia humana: ¿será posible que Manríquez me halla descubierto?

Reconstruyo la historia en menos de lo que el viejito de la tele me invita a llamar para pedir mi pedacito de Historia: seguí a Faride desde que salió del bar, incluso desde antes. Un grupito de juniors con ganas de un pretexto para limpiarse la conciencia en Bali. Según entiendo, no era tampoco despampanante. Nadie cuyo nombre de guerra sea Faride puede serlo; por eso la escogí a ella. Salió temprano. Se acercó a su casa. Un llavero de la torre Eiffel (siempre he querido chupar ajenjo en Montmatre, mon cherry). La asesino con un hilo plateado. Los vecinos la encuentran a la mañana siguiente. No sé qué pasa después. Intuí a un sargento o comandante Manríquez, un policía de ésos muy cabrones pero venidos a menos. Pero apenas lo intuí. Es imposible que me haya encontrado tan pronto.

Me convierto en babosa y atravieso mis tres metros de alfombra a la velocidad de una confesión. Lento, pesado. Tocan la puerta de nuevo. Los golpes retumban y tumban un pedazo de la tele y buena parte del mueble donde guardo la mota que alguna vez pensé fumar pero que a estas alturas debe parecer sopa de cilantro. En estas situaciones, me hubiera gustado presionar a mi arrendadrag para que instalara mirillas en las puertas; en lugar de ello, cambió las cerraduras de la puerta principal del edificio. Cosa que a Manríquez, como buen comandante o sargento o judicial que sea, le importa un pepino. La puerta retumba. Desaparece la computadora, el reloj de pared. Doy un largo suspiro. Me convierto en Tarantino. La puerta resopla de nuevo, y esta vez desaparecen las tres cerraduras. No me queda más remedio que abrir la puerta. Pinche Manríquez. Pinche arrendadrag, me cacharon. Te digo que instales las putas mirillas.

- ¿El señol… Galcía?
- S-sí, soy yo.
- Olden de chop suey y lollitos plimavela. Cincuenta peso, pol favol.

Zopetón de conciencia. La luz del pasillo no descubre el comando SWAT especializado en crimes pasionales que me esperaba. No hay metralletas, ni cascos con visión nocturna; el teniente o general o cabo Manríquez no está apostado en mi puerta con su gabardina de Dick Tracy y su sombrero cool de los cuarenta. Se escuchan sirenas con eco, lejos, pero no parecen tener nada que ver con mi departamento. En lugar de todo eso, hay un chino ínfimo y con los ojos hinchados que me ofrece una cajita blanca y dos palillos, bajo una gorra que parece frita junto con los rollitos. No sonríe, pero tampoco se queja por haberme tardado tanto al abrir. El estoicismo oriental.

Balbuceo, pago, propina. Cierro la puerta. Estado de conciencia: 65%. Con mi cajita en las manos, me asomo por la ventana. La abro por instinto, separo los palitos, doy un gran bocado de rollito primavera. En la esquina se alcanza a ver el letrero del restaurante chino que abre las 24 horas, tremenda bendición para este escritor pecador que suele pasar la noche con el insomnio. A unos cuantos metros, casi debajo de mi edificio, todavía una sirena resguarda a los peritos que siguen recolectando pistas del asesinato que hubo ayer por la noche. Los fideos del chop suey surten su efecto vigorizante: estado de conciencia: 75%.

Lo de la chica me lo inventé, debo admitir; no es sexy declarar que el muerto no es una jovencita de familia o una teibolera arrepentida o enojada. Parece que fue una inquilina del departamento de enfrente. Es probable que se haya suicidado (el insoportable salpicón de sangre que llegó hasta autos a más de 10 metrtos es un testigo infalible), pero los policías prefieren no dar nada por sentado. Tal vez la empujaron. En todo caso, un buen escritor sabe que cualquier historia puede convertirse en una buena novela si se le invierte la cantidad justa de hormonas y fantasías reprimidas al asunto. “Descubra a sus antepasados ilustres, el origen mítico de su estirpe, ¡Llame ya!”. Vaya, toda historia es más salsa agridulce que col hervida.

En mi computadora todavía parpadea el cursor sobre el punto final de mi primer capítulo, “Untitled 1”. Lo leo a conciencia. Quién sabe: ésta podría ser la primera novela de éxito de mi vida. Estado de conciencia: 100%. Como nunca, estoy inspirado para continuar escribiendo. Me convierto en Woody Allen… ¿qué significará “Allen”?

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